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Agustín Fernández Merino

Desde el recuerdo y la admiración.

A Agustín, como a cualquier hombre -la cita es de Borges- le tocaron malos tiempos que vivir; sobre todo en su infancia. Lo que no significa que no viviera una infancia feliz, con todas las pequeñas satisfacciones y descubrimientos que permitía el nacer en Lores (La Pernía), un pueblecito perdido en el norte de Palencia, en las estribaciones de los Picos de Europa.

Lores es un pueblo con una paisaje espectacular, rodeado de montañas y de árboles (hayedos, robles, avellanos acebos, fresnos, tejos) y donde se cría una fauna salvaje (ciervos, corzos, jabalíes, osos). Pero también es un pueblo con cinco meses de nieve, un mes de verano para recoger la hierba con que alimentar unas vacas y unos días de octubre para recoger las patatas que servían de alimento para todo el año. Actualmente se abren cinco casas en invierno; en verano se ha convertido en un pueblo turístico. Hacia 1950 apenas había sitio para las cincuenta familias que sobrevivían dedicadas a la ganadería y a faenas del campo.

Los pocos mayores que aún viven o regresan a Lores recuerdan a Agustín -el mayor de cuatro hermanos- con nueve años, cargado con una fardela, “que abultaba más que él”, donde llevaba la merienda cuando tenía que cuidar las vacas de su casa en las primaveras frías y lluviosas. Quizá por entonces, como los otros muchachos del pueblo, soñaba con cumplir catorce años para librarse de la escuela que compartía con más de cuarenta niños y niñas. Pintar varas de avellano, espigar frutos silvestres, buscar nidos y pescar truchas a mano serían los pasatiempos que le liberaban de las duras tareas domésticas y de las depuradas lecciones de la enciclopedia Álvarez…De modo que Agustín, como tantos niños de la España rural de posguerra, tuvo que cambiar su pequeño paraíso de infancia por las aulas austeras de un seminario de Agustinos.

A los doce años inició sus estudios en el seminario menor de Salamanca y después en Leganés. No eran muchos los medios que ofrecía un seminario en los años sesenta, pero sí los suficientes para incentivar, en un alumno como Agustín, su curiosidad innata por aprender. Creo que siempre guardó buenos recuerdos de aquellos duros años que le permitieron afianzar dos cualidades que no le abandonaron nunca: su sentido de la amistad y el amor a los libros.

Pasión por el conocimiento y sentido de la amistad se ampliaron y fortalecieron en él en los años dedicados a cursar los estudios superiores de Filosofía y Teología en el Centro Teológico de los agustinos en San Lorenzo del Escorial y en el Monasterio de la Vid en Burgos. Su interés por la Filosofía, la Teología, las Sagradas Escrituras, el latín o los primeros escarceos con el pensamiento científico nunca fueron incompatibles, en él, con otras actividades que compartió con sus compañeros de seminario: los trabajos serviles (como él decía) en la huerta, los partidos de fútbol donde se empleaba a fondo, los recorridos furtivos por pasadizos secretos del Monasterio, excursiones por la sierra madrileña o fiestas nocturnas en las que solía ser el protagonista de cánticos adaptados “ad hoc” y de anécdotas e invenciones que alegraban al personal…

Una vez ordenado sacerdote, fue destinado al Colegio Mayor Elías Ahuja y el Colegio Valdeluz de Madrid donde ejerció sus primeras tareas docentes y completó su formación humanística con la Licenciatura en Ciencias Químicas, especialidad de metalurgia, por la Universidad Complutense de Madrid. Formación que completaría con numerosos cursillos de formación permanente. Pero Agustín siempre fue autodidacta. Antes y después de su secularización, su afición a desenterrar manuscritos e impresos olvidados fue constante y se acrecentó con el tiempo: su labor de investigación y las tareas docentes llenaron los intensos años de su vida profesional.

Con el tiempo Agustín se centraría más en desempolvar impresos y manuscritos relacionados con la Alquimia y la Historia de la Ciencia, principalmente en la Biblioteca del Monasterio de El Escorial, buena cantera, solía comentar, refiriéndose a los ricos fondos de la laurentina, fruto de esta labor ve la luz en 1996, editada por Estudios Superiores del Escorial, Tesoro de los Remedios Secretos de Evónimo Filiatroque traduce al castellano, junto a Andrés Manrique, con una extraordinaria introducción y biografía sobre Conrad Gesner

En 2001 acuña la colección Bibliotheca Alquímica Escurialense, comenzando una labor apasionada con la traducción del latín de Coelum philosophorum seu de secretis naturae de F. Ulstad con sus numerosas recetas para preparar oro potable y aguas de vida. Empero se le reconocerá, igual que a H. Hoover por su versión inglesa en 1912, por ser el autor que traduce por primera vez directamente del latín al castellano De re metallica, obra cumbre de geología y minería, de Georgius Agrícola; en esta ardua labor consigue ilusionar, obteniendo su colaboración, a sus compañeras docentes Carmen Cuesta y Blanca Diéguez así como a los investigadores y amigos José María Soto y Elías Rodríguez, pudiendo disfrutar dos años después, en 2004, de la magnífica edición, reproducción integra del impreso de cabecera que tenía en su austera habitación Felipe II, gran admirador de Agrícola.

Recién diagnosticada su enfermedad decide invertir su tiempo en apuntalar su compilación de obras de Alquimia, fruto de muchos años de consulta todos los sábados por la mañana en la Biblioteca del Monasterio, antes de tomar un merecido aperitivo, con su querida esposa, Mercedes, en San Lorenzo. Agustín deja una significativa impronta entre los bibliotecarios y personal de la Biblioteca y como Zarco Cuevas o Gregorio de Andrés nos lega su gran catalogo Códices y Libros de Alquimia, Quimia, Metalurgia y Botica en las Librerías de San Lorenzo el Real de El Escorial dado a la luz en diciembre de 2008 por Círculo Científico, no sin ímprobo esfuerzo debido a su precario estado de salud; cualquiera nos hubiéramos derrumbado pero Agustín, luchador infatigable, pasa los últimos meses en su casa perfeccionando el inglés, comienza la traducción de la segunda parte del Tesoro de los Remedios Secretos de Conrad Gesner y tiene entre manos la introducción a la Pirotechnia de Biringuccio.

Por encima de esta escueta reseña biográfica, los dos rasgos de la personalidad de Agustín que mejor definen su vida (ahora que estamos obligados a lamentar su muerte reciente) son -ya lo hemos dicho- : su fidelidad inalterable a los amigos y su curiosidad innata para indagar en diferentes ramas del saber. Y sobre ambos aspectos siempre mantuvo una visión optimista de la vida entendida como un proyecto abierto al progreso compartido y a la utopía. Esta visión incluye, claro está, una crítica a los valores caducos y un intento por recuperar el espíritu y los valores del pensamiento ilustrado: compartir los descubrimientos con la gente que te rodea y soñar con un mundo mejor al amparo de la razón y la ciencia.

Así fue. Los que hemos compartido su amistad sabemos bien que siempre estaba ahí, con la puerta de su casa abierta y con tiempo para compartir un vino, una anécdota, una conversación inagotable que podía derivar por los caminos más imprevistos y pasar del tono jocoso a la precisión del dato histórico o científico, de la crítica ácida a la reflexión profunda.

De su pasión por la sabiduría (en el sentido más clásico de la expresión) dan testimonio los innumerables libros que leyó o consultó, las horas de fines de semana ojeando manuscritos, los múltiples proyectos de estudio y publicación que siempre tuvo entre manos. La vida en el pueblo donde nació Agustín era incompatible con tareas intelectuales, pero yo siempre lo recuerdo, en las vacaciones de su adolescencia, alternando los trabajos de su casa con la lectura de una novela, de un ensayo de Unamuno, de un libro sobre el románico palentino o consultando en el Font Querlas características de una planta silvestre. Agustín nació con esa inclinación particular del hombre para quien una planta, una piedra, una cueva o las estrellas del firmamento encierran un enigma al que él se sentía llamado a descifrar. Por eso, y a modo de anécdota, no debe sorprender que durante dos o tres veranos de sus vacaciones de estudiante dedicara los fines de semana a explorar todas las cuevas del pueblo, ante el escándalo de los vecinos que lo veían comandar un grupo de espeleólogos cargados con cuerdas y linternas rudimentarias y afrontando unos riesgos de resultado imprevisto. Lo cierto es que gracias a esa iniciativa se debió el descubrimiento de la cueva llamada del Neredo, que después sería inventariada por la Diputación de Palencia y a la que todavía acuden curiosos para admirar los techos de estalactitas y pasadizos peligrosos.

Pero otro rasgo destacable de la personalidad de Agustín era su capacidad para afrontar los proyectos más dispares: desde organizar viajes a la nieve al frente de 200 alumnos, a dirigir cursillos de verano para estudiantes, a empezar una colección de fósiles, o a emprender un ambicioso proyecto para elaborar licores de nombres poéticos y sugerentes (Vigorizante de ancianos, Lágrimas de Santa Mónica…) que publica en su Arte de cautivar quintaesencias primaverales o elaboración de licores. Los días menguantes de su enfermedad terminal los pasó en el hospital consultando una biografía de Lutero, una Historia de la Iglesia del siglo XVI, o leyendo una novela de Larsson y un ensayo de G. Steiner. La afición que no cesa.

Siempre recordaremos a un Agustín generoso, expansivo, desordenado, humorista, sabio de muchos saberes, protagonista de veladas inolvidables y de despistes antológicos. Y al Agustín que murió soñando con el cuchillo afilado del cirujano que había de practicarle el trasplante que nunca llegó. Murió como siempre había vivido: fiel a su familia, a sus amigos y gran amante de la sabiduría.

Juan José de Cossío
Paulino Lobato
Dionisio Redondo

Reportajes y artículos destacados en prensa:

El último alquimista – El Pais – 10 de Febrero de 2016
Agustín Fernández investigó las fórmulas secretas del monasterio de El Escorial